El Barcelona no da para más, incapaz incluso de evitar la derrota en el Camp Nou frente a Osasuna en otro partido insoportable. Y en silencio, por fortuna para sus gestores y sus jugadores, dijo adiós. La nada era esto.
Pensó Josep Maria Bartomeu, presidente del club, que el equipo tomaría un «nuevo impulso» -así lo definió el gerifalte- cuando en enero se le ocurrió despedir a Valverde y contratar a su cuarta opción, Quique Setién. Con el Barça aún líder del campeonato y la Copa del Rey aún por resolver. Ya en julio, y a expensas de los duelos sin retorno de la Champions, quedan algunas evidencias. La Copa, bonito aliño, se esfumó en el mismo amanecer. La Liga, que otrora tanta pereza daba celebrar por rutinaria, ha pasado con siete puntos de diferencia a manos del Real Madrid, que ha ganado tres de las últimas 12 ediciones. Y el juego, tan criticado los dos últimos años por su escasa estética y extremo pragmatismo, no sólo no ha mejorado, sino que ha desnudado las carencias de una columna vertebral destartalada. Porque Berlín 2015 es ya sólo una vieja fotografía. Y nadie repara en que sobre el recuerdo se construye, nunca se vive.
Para comprender lo que iba sucediendo en el partido ni siquiera hacía falta echar un vistazo al césped, bastaba con atender a la grada. Arthur Melo, futbolista de la Juventus con ropa del Barça, abría la boca de par en par y se descalzaba. Era su manera de rebelarse contra el sueño en una escena impresentable. Frente al brasileño, Setién trataba de corregir lo incorregible. Porque no hay manera de que su equipo fluya en ataque y no se descomponga en defensa. Mucho menos cuando el rival de turno, en este caso Osasuna, plantea una defensa de cinco que exige amplitud. Cuando este Barça sólo propone la estrechez.
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