El Barcelona disfrutó como nunca de una noche apoteósica ante un Athletic que ha hecho del tormento un modo de vida. Conquistó la Copa del Rey jugando como los ángeles al compás de Frenkie de Jong, un futbolista superlativo, y viendo sonreír a Leo Messi, negando a todo aquel que aventuró un crepúsculo que no es tal. Koeman quedó obnubilado ante una obra en la que pocos creyeron, pero que tendrá continuidad. Todos los goles que no cayeron en el primer tiempo se amontonaron en el segundo ante la extrema frustración de los bilbaínos, derrotados por sexta vez consecutiva en una final y que seguirán viendo cómo este torneo, más que un motor de ilusión, es un potro de tortura. Hace 37 años que no alzan la Copa.
El Barça en Sevilla fue blues y fue flamenco. El Barça vivió para seguir viviendo.
Nada atrae más que las cosas que somos incapaces de entender. Ya podemos pasarnos la vida intentando descifrar el fútbol que siempre habrá un partido que te devuelva de mala manera a la línea de salida. Para muestra, ese primer tiempo en el que el Barcelona se quedó con el balón (83% de posesión), salió silbando de la presión, ocupó con coherencia los espacios e hizo correr a unos rivales que parecían sólo pendientes de encontrar una salida al matadero. Y aquí la bendita incoherencia de todo esto. Nada de eso sirve si no existe lucidez en las zonas determinantes. Y el equipo de Koeman sólo remató una sola vez entre los tres palos en ese acto inaugural. El Athletic, cierto es, ni siquiera eso. Aunque una falta a la que acudió a rematar solo Iñigo Martínez en el corazón invitaba a cierta prudencia. Aunque aquello no fue más que un simple espejismo. Una anécdota en un baño.