Hay goles que no se marcan, sino que se sienten. El temblor de la escuadra de Ter Stegen recorrió en un instante todas los corazones de Bilbao, estimulados como si en ellos se hubiese clavado una jeringuilla de adrenalina. El recorte de Williams antes de semejante lanzamiento, combado, precioso y letal, fue el anticipo de un éxtasis pleno, el que ya había allanado Villalibre, búfalo desbocado, salvando una final que ya parecía perdida. Y aunque la noche fuera oscura y solitaria por las calles del Botxo, maldita pandemia, los días a partir de hoy serán soleados y radiantes, pues el Athletic vuelve a sentirse lo que siempre se sintió, vuelve a ser campeón y concluye que todo en cuanto cree sigue teniendo el mismo sentido que siempre tuvo.
Es este el mismo equipo que en Nochevieja se sintió humillado por su incapacidad para siquiera competir en San Mamés frente a una Real que con muy poco tuvo más que suficiente. El mismo que hace 14 días liquidó la era de Garitano para buscar mayor esplendor de la mano de Marcelino, nombre proscrito y repudiado en Bilbao hasta hace nada. Hoy el Athletic es supercampeón por tercera vez en su historia tras derrotar en cuatro días al Real Madrid y el Barcelona -ahí queda eso- y el asturiano es su profeta. Y todavía espera este año la final de Copa aplazada contra la Real. Así de caprichoso y de volátil es el fútbol.
Este Athletic llevaba meses padeciendo un insoportable mal de altura. En cuanto le marcaban un gol que le mostraba el precipicio de la derrota, quedaba automáticamente paralizado. Fue esa incapacidad de devolver los golpes al mentón lo que le llevó a una gris realidad. Pero con Marcelino, por mucho que apenas lleve 10 días mal contados en el cargo, la vida parece haber cambiado.